La nefomancia es un sistema de adivinación dedicada a la lectura de las formas que adoptan las nubes. Antiguamente se entendía como una costumbre cercana al mundo de los espíritus que trascendía el reino de los vivos. El vínculo místico y mitológico de los fenómenos climatológicos no solo se expande en algunas prácticas sino que decanta en el lenguaje. Un ejemplo de ello es el término «Lágrima de sirena» usado para identificar los microplásticos que, según recientes estudios, también están presentes en las nubes1.
La meteorología popular está cargada de sincretismos y de un profundo conocimiento del territorio, vinculado a su observación y escucha. En la zona norte de España –Aragón, Castilla y León y Cataluña– se encuentran unas pequeñas construcciones arquitectónicas llamadas esconjuraderos, conjuraderos o comunidors. Estos nombres nos indican su función: conjurar. Son localizaciones para espantar el mal tiempo y las tormentas en las que se utilizaban
diversos métodos: tocar las campanas, rezar plegarias, dibujar cruces sobre el cielo, o colocar un hacha hacia arriba con el objetivo de partir los relámpagos. Dichas edificaciones se mantuvieron en el ámbito de lo pagano siendo reinterpretadas por el cristianismo mediante los conjuratorios, localizaciones anexas a los campanarios de iglesias que se utilizaban para alejar el mal de los rayos, el viento o la lluvia. Esto posiciona a la campana como un instrumento clave, intermediario sobre los seres de la tierra y el cielo, medio de comunicación entre el humano y los fenómenos atmosféricos. Un ejemplo de ello es el toque de Tente Nube, el único que contiene una prosodia rítmica y cuya creencia indica que sus sonidos
interrumpen la lluvia, ya fuera por la acción divina o por la creencia de que las ondas que emitían alejaban los cuerpos gaseosos.